Citas:
El tercer
Domingo de Cuaresma nos presenta, en la primera Lectura, uno de los textos más
profundos de la Sagrada Escritura acerca de la identidad de Dios y, en el
pasaje del Evangelio, la invitación a la conversión: dos temas profundamete
entrelazados uno con el otro. En efecto, “convertirse”, en el lenguaje bíblico,
no tiene una connotación moral inmediata (pasar del mal al bien) sino sobre
todo una connotación relacional (pasar del yo a Dios).
En el pasaje
del Éxodo, Dios se presenta como Aquel que liberó a su pueblo de la esclavitud
de Egipto, como el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, como “Aquel que es”.
Son tres notas que identifican para siempre al Dios de Israel que, en su bondad
y sabiduría, decidió comunicarse a sí mismo a todos los hombres. Antes que
nada, es un Dios que no está lejos de las vicisitudes humanas, sino que ha visto
la miseria de su pueblo en Egipto, ha escuchado su grito y conocido sus sufrimientos
(cf. Es 3,7): es un Dios que viene en nuestra ayuda y que no nos abandona en el
desierto del mal, de la soledad y de la muerte. Más aún, es el Dios de una
larga historia, el Dios de nuestros padres, el Dios de una tradición que viene
de lejos y, por tanto, que tiene la garantía de ser verdadera, creíble, porque
ha sido experimentada por muchas generaciones. La fe en Dios no puede ser cosa
de un momento o la expresión de un sentimiento y de una emoción pasajera, sino
que es la inmersión en una historia que ha recibido la visita de Dios en el
tiempo. En definitiva, Dios es “Aquel que es”: no podemos pintarlo con nuestros
colores, ni fabricarlo con nuestras manos. El Dios de Abraham y de Jesús, de
María y de los apóstoles no es un ídolo inventado por los hombres, un ídolo de
los “que tienen boca y no hablan, tienen
ojos y no ven” (Ps 113 b). Es otro
Dios respecto a los dioses que dominan en el mundo. Jesús nos pide que nos
convirtamos a este Dios que se reveló a Moisés en la zarza ardiente.
En el pasaje evangélico de Lucas, Jesús es interpelado
sobre unos temas de actualidad: el asesinato de algunos galileos en el templo,
por orden de Poncio Pilato y la caída de una torre que había matado a algunas
personas. Son sucesos de crónica “roja” como los que esuchamos a diario y que a
menudo se interpretan como castigos divinos. Jesús nos enseña a mirar los
hechos de la vida, también los que son
trágicos, desde una perspectiva diferente, y lo hace con dos afirmaciones
relevantes.
La primera. Jesús afirma, para comenzar, que
quienes son víctimas de desgracias no son más pecadores que los demás. Los
insucesos de la vida no se pueden leer como castigos de Dios. De este modo corrige una
concepción equivocada de Dios – circulaba en aquel tiempo y en todos los
tiempos- que desfigura el rostro divino. Jesús llama a conocer la auténtica imagen de Dios, que no quiere la
muerte del pecador, sino que se convierta y viva (cf. Ez 33, 11). Jesús nos
pone en guardia frente a la idea de que las desgracias son la consecuencia
inmediata de las culpas personales. Es verdad que Dios no quiere el pecado,
pero ama locamente al pecador y hace todos los esfuerzos –como se verá en la
breve parábola de la segunda parte del evangelio de hoy- para salvar al
pecador, no para castigarlo, como se lee en 2 Pt 3,9: “Dios no quiere que nadie se pierda, sino que todos se conviertan”.
La segunda: “Si no os convertís, todos pereceréis de la misma manera”. En otras
palabras: Jesús nos invita a leer los hechos de la vida en la perspectiva de la
conversión. “Las desgracias, los sucesos
luctuosos, no deben despertar en nosotros curiosidad o búsqueda de presuntos
culpables, sino que deben representar ocasiones para reflexionar, para vencer
la ilusión de poder vivir sin Dios, y para reforzar con la ayuda del Señor, el
empeño de cambiar de vida” (Benedicto XVI, Angelus del 7 marzo 2010). La llamada de Jesús es que volvamos a Dios, no
a nosotros mismos. Así hay que entender la conversión cristiana. Ella no es,
como decíamos al principio, una conversión
moral, un esfuerzo, quizás ascéticamemte muy profundo, para cambiarnos a
nosotros mismos. Si fuera así, no haríamos más que aumentar nuestra incapacidad
de hacer el bien, porque nuestros esfuerzos no pueden de hecho cambiarnos. Si
fuese así, haríamos vana la Cruz de Cristo (cf. 1Cor 1, 17) y confirmaríamos
nuestra condena.
La originalidad de la conversión cristiana,
respecto a todas las otras formas de conversión, está en el hecho de que, en
cierto sentido, Dios es el primero que se ha convertido a nosotros. A nosotros
corresponde la tarea de hacerle espacio a Dios, que quiere entrar en nuestra vida
como lo recordaba san Pablo el Miércoles de Cenizas:“Dejaos reconciliar con Dios” (2Cor 5,20), es decir, ¡permitid que
Dios sea Dios!
La conversión cristiana es ante todo una conversión relacional: del yo a Dios,
como nos recordaba el Papa Benedicto en el Angelus del 17 de febrero: “¿queremos seguir al yo o a Dios”? Por
lo demás, este es el primer llamado de Jesús al comenzar su vida pública: “Convertíos y creed en el Evangelio” (Mc
1,14): convertíos creyendo al Evaneglio, convertíos acogiendo la buena noticia
de que Dios os ama. Es nuestra conversión a Dios la que hace posible también
nuestra conversión moral, que de otro modo sería irrealizable, porque el
hombre, como nos recuerda la sana doctrina de la Iglesia, sin la gracia de Dios
no conseguirá vivir una vida buena.
Así es como se comprende también la breve parábola de
la higuera estéril, en la cual la imagen de Dios se identifica con el viñador
que pide al dueño de la viña que tenga paciencia... La parábola se detiene
describiendo los cuidados de ese viñador, que se encarga de cavar alrededor del
árbol y de abonarlo para que finalmente dé fruto. En los gestos del campesino y
en la petición de paciencia está bien descrito el modo de actuar de Dios con
nosotros. Además de subrayar el amor paciente de Dios, la parábola quiere
destacar también la urgencia de nuestra conversión. Dios nos cuida y nos da
tiempo, pero el tiempo de nuestra vida no permite que nos durmamos o que
caigamos en la tibieza, sino que debemos acoger a Dios, para volver nuestra
mirada a Dios y a Aquel que Él nos envió a su propio Hijo, Jesús.
La vida
se nos ha dado para que, como el árbol de la paráboa, lleve fruto. En el
trasfondo permanece la posibilidad de que el árbol sea cortado, que la casa de
nuestra vida pueda venirse abajo. La conversión deviene una gozosa urgencia.
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